Puede que a simple vista, al Post Rock  le peguen las frías noches de invierno que estamos padeciendo últimamente. Las calles quedándose vacías mientras las temperaturas van cayendo, se antojan propicias para bandas sonoras ricas en  melancolía. Este último es precisamente el punto fuerte de los japoneses Mono. Cargar las tintas de sus canciones con toda la nostalgia de que son capaces y esperar a que los sentimientos del oyente vayan cayendo por su propio peso. Muy poca voluntad es necesaria para perderse por los recovecos que van dejando grabados.

No lo entendieron de la manera en la que lo estoy contando, un importante segmento de aficionados que dejaron el Antzoki bilbaíno a media asta y con la pregunta en el aire de si merecía la pena salir de casa con la que estaba cayendo. Me imagino que unos cuantos fueron los que a última hora declinaron la invitación para no tenerse que separar de la estufa de casa. Una opción perfectamente justificable tenemos que concluir. Perfectamente justificable, hasta que los japoneses aterrizaron sobre las tablas.

En cuanto las primeras notas de Legend  comenzaron a caer sobre el teatro bilbaíno, la gran mayoría dejamos en un segundo plano el día de perros que habíamos tenido que cruzar para llegar hasta allí. Teníamos por delante una hora y media de evasión musical. Ocho escarpadas pendientes eran las que íbamos a tener que ir ascendiendo en el proceso. Un repertorio escueto en lo concerniente a la variedad, pero abrumador en lo que a derrochar sentimientos se refiere.

La arrebatadora épica que destila la pieza encargada de introducir For My Parents, se abría paso entre el respetuoso silencio imperante. Sin orquesta alguna sobre la que apoyarse, Mono comenzaban a demostrar que por sí mismos se bastan y se sobran. A falta de los acompañamientos que inundan sus últimas obras, nos encontrábamos con la esencia de la banda en pelota picada. Complicado resultaba imaginárselos en un plano de mayor trasparencia. Las comparaciones entre lo que habían dejado grabado y lo que estábamos contemplando, nos asaltaban una y otra vez.

En mi caso particular, no fue demasiado el tiempo que necesité para dejar a un lado las hipótesis y sumergirme de lleno en el torrente de trémolos que la velada nos proponía. Los cuatro tímidos japoneses frente a los que nos encontrábamos, tampoco es que fuesen a darnos muchas más opciones. Enfrascados en sus respectivos instrumentos como si el mundo no fuese con ellos, iban clavando cada segundo que interpretaban y no levantaban la cabeza  más allá de sus pedaleras. La fuerza de su música hablaba por ellos.

Desprovistos como estaban del característico puntillo cinematográfico que caracteriza muchas de sus creaciones, jugaron sus mejores cartas casi desde el principio. Exhibieron los himnos al viento inmortal bajo el portentoso marco que les ofrecía el Antzoki bilbaíno y dispusieron un ostracismo absoluto hacía la mayor parte de su discografía. Cinco de los ocho temas que comprendieron la velada se inscribían en el disco señalado, las tres restantes  fueron las encargadas de recordar su última creación.  Sirvieron a su vez estas últimas para procurar los momentos más recogidos de la noche. Dream Odyssey y Unseen Harbour trazaron bellos puentes sobre los que cruzar como es debido hacía  los minutos de mayor intensidad.

Burial at Sea, Pure as Snow, Everlasting Light y Ashes in the Snow son los nombres de los instantes a los que he hecho mención. Todos con su crescendo correspondiente y cargados de una solemnidad que invita a la reflexión. Todos comenzando entre dulces melodías, para ir desembocando en sus minutos de éxtasis desenfrenado. Cruzando punteos preciosistas que se iban haciendo gigantes a cada segundo que transcurría, Mono iban cerrando su propio circulo tal y como lo comenzaban. Machacando su fórmula hasta hacerla parecer un dogma de fe, la atmosfera terminaba siendo lo único que importaba. El cumulo de ideas bucólicas se iba agolpando sin remisión.

La portentosa demostración técnica que desplegaban los maestros de ceremonias mientras tanto, no dejaba de ser un dato anecdótico. Remarcable a pesar de todo fue la entrega con la que se nos mostraba Takaakira Goto. El hombre sobre cuyos dedos recaían los puntos de inflexión de la mayoría de canciones, marcó la diferencia a base de intensidad y entrega. Suyos fueron todos los momentos que se pudieron guardar en la retina, en una noche en la que los excesos escénicos, no iban a prodigarse. Un par de revolcones por el suelo en los instantes de mayor enjundia, ocuparon toda la cuota de momentos visualmente impactantes.

Por suerte no habíamos salido de casa para ver enormes carteles luminosos, ni puestas en escena de quitar el hipo. Con la noche que hacía nos habíamos juntado unos pocos para escuchar unas canciones, que no precisan de caras para ser disfrutadas. Bastaron un centenar de respetuosos espectadores, cuatro músicos con talento para tocar con el corazón y un escenario a la medida de todos ellos.

• < Anterior
• Siguiente >